lunes, 12 de noviembre de 2007

La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social

Introducción a la primera edición americana

(Barcelona, Paidós. 2003)

Era un ballet de Gian Carlo Menotti. Lo representaron un domingo en la Residencia Internacional del campus de la Universidad de Chicago. Cris Miller, una estudiante de doctorado de literatura inglesa de la universidad, me había hablado sobre él en la conversación que manteníamos diariamente para mejorar mi inglés. Además de haber dirigido el ballet con una amiga, había aceptado cantar en el coro y bailar. Por supuesto, asistí a la representación.

Esto sucedió en la primavera de 1980, la segunda vez que estuve impartiendo clases en la Universidad de Chicago como profesora visitante de Ciencias Políticas. ¿Por qué me acuerdo ahora de ese ballet? Lo último que esperaba cuando acudí a la representación era que fuese a recibir una lección sobre la opinión pública; pero eso fue exactamente lo que ocurrió. Y también algo más. El crítico que comentó la representación en el Chicago Maroon, el periódico de los estudiantes, escribió que sus ojos se llenaron de lágrimas. Tengo que reconocer que a mí me pasó lo mismo. Pero me gustaría comentar el argumento del ballet para mostrar lo que quiero decir.

En algún lugar, probablemente en Italia, hay una ciudad pequeña con honrados habitantes y un conde y una condesa de un linaje local. Fuera de la ciudad, en un castillo sobre una colina, vive un hombre extraño con ideas sumamente raras. Nunca deja de sorprender a la gente. Quizá sería más exacto decir que en parte los sorprende y en parte los molesta, por lo que prefieren mantenerse siempre a distancia de él.

Un domingo, ese hombre aparece en la ciudad llevando un unicornio con una cadena. La gente no sabe cómo reaccionar. Poco después, sin embargo, se ve también al conde y a la condesa paseando por la ciudad con un unicornio atado con una cadena. Esto hace que todos en la ciudad se compren un unicornio.

Al domingo siguiente, el extraño hombre del castillo aparece repentinamente con una gorgona. La gente le pregunta qué ha pasado con el unicornio. El hombre les dice que se ha cansado del unicornio y ha decidido salpimentarlo y asarlo a la parrilla. Todos quedan conmocionados. Pero cuando el conde y la condesa aparecen también con una gorgona, el asombro se transforma en envidia, y las gorgonas se ponen inmediatamente de moda.

Al tercer domingo, el hombre del castillo se presenta con una mantícora y dice a la gente que ha matado a la gorgona. Al principio los vecinos se escandalizan; pero después todo sigue el curso habitual: el conde y la condesa se libran en secreto de su gorgona, la gente sigue su ejemplo y se impone de inmediato la moda de las mantícoras.

Pasa el tiempo. No vuelve a verse al extraño hombre del castillo. La gente está segura de que también ha sacrificado a la mantícora. Se forma una comisión de ciudadanos para acabar con estos crímenes, y marchan hacia el castillo. Entran en él, pero lo que encuentran los detiene en seco: el extraño hombre está muriéndose en compañía de sus tres animales, el unicornio, la gorgona y la mantícora. El unicornio simboliza sus sueños de juventud, la gorgona, su madurez, y la mantícora, su vejez.

Los habitantes de la ciudad abandonan sus ideas tan rápidamente como las habían adoptado: eran sólo caprichos pasajeros. Para el extraño hombre del castillo, por el contrario, representaban la esencia de su vida. Gian Carlo Menotti titula su ballet: El unicornio, la gorgona y la mantícora o Los tres domingos de un poeta. Me gustaría explicar por qué creo que también podría haberse titulado “La opinión pública”.

Todos nos identificamos con el poeta. Hasta el crítico del Chicago Maroon lloró. El poeta representa nuestra imagen del hombre como un ser fuerte, independiente e imaginativo. Y todos conocemos al conde y a la condesa, superficiales “instituidores de tendencias”, sin ideas propias, pero con la voluntad de ser líderes allí donde se encuentren. Pero a los que más despreciamos es a los que armonizan con la muchedumbre, burlándose al principio de alguien por ser diferente de ellos, aceptando después todas las nuevas modas, y erigiéndose finalmente en la autoridad moral.

Éste es uno de los puntos de vista, y es como siempre se han sentido los extraños hombres de los castillos, los solitarios, los artistas y los intelectuales.

Ahora quisiera ponerme de parte del conde, la condesa y la gente del pueblo. Yo afirmo que al apoyar al poeta negamos nuestra naturaleza social. Ni siquiera pensamos en el esfuerzo que realizan las personas que viven en una unidad social para mantener unida la comunidad. Actuamos como si la posesión de una rica tradición histórica y cultural y de unas instituciones protegidas por la ley no exigiera un constante esfuerzo de adaptación e incluso de “conformidad” para mantener viva esa posesión y seguir siendo capaces de actuar y de tomar decisiones al nivel de la comunidad.

Muchos síntomas apuntan a que no queremos reconocer nuestra naturaleza social, que nos obliga a amoldarnos.

John Locke habla sobre la ley de la opinión, la ley de la reputación, la ley de la moda, que se observa más que a cualquier ley divina o del Estado. Esto se debe a que cualquier violación de la ley de la moda hace sufrir inmediatamente al individuo al perder la simpatía y la estima de su entorno social. Pero parece que ha habido poco interés por investigar las razones por las que esa conducta es esencial para la supervivencia de las comunidades sociales. Por el contrario, todo lo relacionado con la moda adquiere una connotación peyorativa: estar de moda, las locuras de la moda, un capricho de la moda. Llevar un unicornio, una gorgona y una mantícora de una cadena sólo es una manera de seguir la moda.

Obramos como si no fuéramos concientes de nuestra naturaleza social. Aunque el tema de la imitación ha sido tratado por los estudiosos desde que el sociólogo francés Gabriel Tarde escribió sobre él, la conducta imitativa se ha explicado casi exclusivamente como resultado de la motivación de aprendizaje: la transmisión de experiencia como modo de encontrar más eficazmente la solución correcta para uno mismo. Es cierto que este motivo suscita con frecuencia conductas imitativas, pero el motivo de querer evitar el aislamiento, la marginación, parece mucho más fuerte. Tocqueville escribió que la gente “teme al aislamiento más que al error”, cuando quiso explicar por qué nadie en Francia defendía ya a la Iglesia a finales del siglo XVIII. La descripción tocquevilliana de la “espiral del silencio” era tan precisa como la de un botánico. Hoy se puede demostrar que, aunque la gente vea claramente que algo no es correcto, se mantendrá callada si la opinión pública (opiniones y conductas que pueden postrarse en público sin temor al aislamiento) y, por ello, el consenso sobre lo que constituye el buen gusto y la opinión moralmente correcta, se manifiesta en contra.

Estoy a favor del conde y de la condesa porque las ideas del poeta nunca se habrían propagado sin ellos. Ellos son los moderadores, los líderes de opinión que la sociedad necesita, como lo son actualmente en gran medida los periodistas. Y la gente de la ciudad, la gente que sigue a la multitud, ¿qué sabemos de sus sentimiento, de sus sueños? ¿Qué sabemos de lo que sucede en su interior? En público no quieren quedarse aislados. Según John Locke, ni siquiera una persona de cada diez mil es lo suficientemente insensible como para no importarle que el medio social le niegue su aprobación. ¿Cómo se puede continuar paseando con un unicornio cuando ya nadie lo hace? Intentemos imaginarnos una sociedad que constase exclusivamente de solitarios, de extraños hombres del castillo. Una sociedad así, carente de naturaleza social o miedo al aislamiento, es evidentemente imposible. Quizá no simpaticemos con la naturaleza social del hombre, pero tenemos que intentar comprenderlo para no ser injustos con la gente que se mueve con la multitud.

Éste es más o menos el modo en que intenté interpretar el ballet ante mis estudiantes al día siguiente (…)

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